EL DERECHO AL INSULTO
Hay muchas definiciones de lo que es el Estado y es
que han sido muchas las personas que han gastado todavía más horas en definir
lo que esos territorios diversificados sobre el mapa mundial significan, pero
básicamente la mayoría de esas definiciones coinciden en que, lo que sea que
llamamos “Estado soberano” o “País”, tiene 4 elementos básicos: 1. Territorio
delimitado; 2. Un reconocimiento internacional como ente soberano; 3. Una
población y 4. Un sistema de reglas que rigen las relaciones de su población.
Se puede discutir hasta el vómito si existen más o
menos elementos, pero en este trabajo se aceptan como mínimo los anteriores por
razones cuya exposición resulta necesario para el análisis del objeto de
discusión y es que no se puede entender la existencia de un “derecho” sin
reparar en la naturaleza de lo que entendemos por “derecho” en general o la
necesidad de su existencia.
Como podemos recordar, existen dos tipos de personas:
las personas físicas que tienen un cuerpo que los establece en un tiempo y un
lugar específico (en el devenir de la eternidad, la Matrix o como guste usted
llamarle) y las personas que llamaré “virtuales” y que no tienen una
corporeidad pero son reconocidas por el resto debido a situaciones jurídicas
(como las personas morales) o culturales como puede ser el reconocimiento de orígenes
o rasgos culturales comunes (como la nación Judía o la nación árabe). El Estado es una persona virtual sui géneris
porque es reconocido como tal por otros individuos pero también cuenta con una
expresión corpórea que es su territorio; una expresión tangible que lo limita en tiempo
y espacio, como el cuerpo de la persona física individuo la limita. Si el Estado no tuviera territorio, estaríamos
hablando de otro tipo de persona moral, pero no de un Estado.
No podríamos hablar de un Estado si el resto de los individuos no lo reconocieran como un ente independiente capaz de tomar sus propias
decisiones; no podríamos hablar de un Estado sin un elemento poblacional que se
reconozca como miembro del mismo al compartir orígenes y elementos culturales
comunes (si existiera un territorio sin población, aunque fuera reconocido por
el resto de los individuos no podríamos hablar de Estado porque un pedazo de
tierra no puede tomar decisiones) y, finalmente, el Estado debe tener un
sistema de reglas porque sin ellas, no habría forma de que pudiera tomar sus
propias decisiones. Las reglas de un
Estado, que no son otra cosa que sus leyes y normas o sistema de Derecho,
establecen cómo es que los individuos que habitan y se asumen parte de un
Estado, en mayor o menor grado pueden participar de su autodeterminación y es
que aquí hay un tema muy importante: En el grado en el que se reconozcan las
capacidades del individuo como válidas dentro de las leyes que regulan al
Estado, este ejerce su autodeterminación.
Si echamos un vistazo para ver cómo se ha dado la
evolución del Estado, nos encontraremos varios ejemplos de la limitación que ha
hecho ese personaje virtual sui generis respecto de las capacidades de su
elemento humano. En el derecho romano y casi por más de mil años, la capacidad
de las mujeres de tener y/o disponer de propiedades estaba limitada en mayor o
menor grado a la posibilidad de estar vinculada a un varón; la capacidad de autodeterminación
de ciertos individuos estaba limitada o simplemente no era reconocida en los regímenes
esclavistas o, incluso; la capacidad de expresar
la sexualidad de ciertos individuos está/estaba limitada y aunque normalmente
se estima que este tipo de limitaciones o incluso prohibiciones se dan por la
moralidad imperante en el elemento humano del estado (llamémosle sociedad), lo
cierto es que aún la moralidad obedece a cuestiones prácticas que van desde acomodar
los intereses de una clase hegemónica, hasta el mero enriquecimiento del
Estado.
En Estados en las que se busca la expansión del
elemento humano para la expansión territorial mediante la guerra o la
explotación de los recursos mediante la servidumbre, los matrimonios homosexuales
evidentemente se van a repeler; En los Estados en los que las alianzas entre
linajes se traducen en formas de adquirir poder, el control de la sucesiones
será más estricto y , consecuentemente, se buscará mayor control y vigilancia
sobre el género femenino quien, antes de las pruebas de ADN, era el “medio idóneo”
para podía establecer una filiación relativamente
fehaciente (recordemos el aforismo de “hijo de mi hija mi nieto, hijo de mi
hijo, ¿quién sabe?); en Estados en los que la adquisición de conocimiento por
parte de ciertos grupos del elemento poblacional no resulta benéfico para la
perpetuación del Estado, se limitará la capacidad de adquirir medios de
enseñanza (se prohibirán ciertos libros).
Al paso de los siglos la tendencia ha sido ir
reconociendo cada vez más las capacidades de los individuos mediante la
creación de los llamados “derechos humanos”, que no son sino el reconocimiento que
los Estados conceden a las capacidades de su elemento humano por el hecho de
ser “humanos”. Entre esos reconocimientos se encuentran dos que son de
principal interés para este trabajo: el derecho de libre pensamiento y el
derecho de la libre expresión.
Evidentemente los Estados se vanaglorian del respeto
al libre pensamiento y jurarán y perjurarán protegerlo por todos los medios por
una simple y sencilla razón: Hasta el momento nadie sabe qué es lo que alguien
más está pensando hasta que el pensamiento quede expresado en una forma que sea
perceptible para el resto del elemento humano, claro, pero aún así, lo que se
dice y lo que se piensa no tiene una correlación específica.
La única libertad absoluta que tiene el ser humano es
la de pensar desde la más asquerosa aberración hasta el más brillante de los aciertos,
desde lo más dañino hasta lo más benéfico… Para sí, para todos.
El Estado es incapaz de proscribir el pensamiento de
sus habitantes porque finalmente no tiene los medios para establecer
fehacientemente cuál es ese pensamiento. Puede reglamentar, establecer
consecuencias para o incluso prohibir acciones que se consideren como
consecuencia de las ideas o pensamientos que se tienen, pero no las ideas en
sí.
Incluso la legislación en materia de Derechos de Autor
reconoce como imposible la protección de una idea por sí misma a menos que esta
sea plasmada en un soporte material, es decir, a menos que alguien realice la
acción de inscribirla en un soporte material a modo de que sea perceptible por
los sentidos del resto de la sociedad (elemento humano del Estado).
Hablemos pues de la libertad de expresión que los
Estados modernos reconocen.
La declaración universal de los derechos humanos,
reconocida en la actualidad por la Organización de las Naciones Unidas, en su artículo 19 establece que “Todo individuo tiene derecho a la
libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado
a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones,
y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de
expresión” sin embargo, el artículo 12 del mismo documento establece que “Nadie
será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su
domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra o a su reputación.
Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o
ataques.” Lo anterior puede llevarnos a
cualquiera de 3 posturas:
a. La declaración se contradice puesto que
permite que una persona pueda expresar cualquier opinión respecto de cualquier
otra persona pero al mismo tiempo prohíbe las expresiones que puedan
considerarse un ataque a la honra o reputación de las personas. Esto llevaría a
la contradicción de la declaración y a una indefinición que resulta
inaceptable.
b. La declaración considera que la mera
expresión de una opinión sobre una persona no puede significar un ataque a su
honra o su reputación. Esta postura implicaría
que el Estado reconoce que el individuo puede
emitir cualquier opinión respecto de cualquier persona aún y cuando dicha
persona se sienta atacada en su reputación u honra.
c. La declaración establece que toda persona
será libre de expresar sus opiniones en tanto estas no constituyan un ataque a la
honra o reputación de un tercero. Esta
postura implicaría el reconocimiento de la “honra” o “reputación” como un valor
que el elemento humano del Estado establece sobre otros valores
(como el valor del derecho a la libertad de pensamiento).
Afortunadamente, aunque el Estado Mexicano como
Federación inicialmente tuvo otros lineamientos, en la actualidad los Estados Unidos Mexicanos tienen un Código
Civil Federal que si bien establece en su artículo 1916 la obligación de pagar una
restitución monetaria a quien le cause daño moral a otra, entendiéndose como
daño moral, “la afectación que una persona sufre en sus sentimientos, afectos,
creencias, decoro, honor, reputación, vida privada, configuración y aspecto
físicos, o bien en la consideración que de sí misma tienen los demás”, también
tiene un artículo 1916 Bis que establece como excepción a la obligación del
pago mencionado a quien provoque el “daño moral” en ejercicio de sus derechos
de opinión, critica, expresión e información, en los términos y con las
limitaciones de los artículos 6o. y 7o. de la Constitución General de la
República, los cuales indican en lo conducente que “La manifestación de las
ideas no será objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa, sino en
el caso de que ataque a la moral, la vida privada o los derechos de
terceros, provoque algún delito, o perturbe el orden público” (artículo
6o) y que “Es inviolable la libertad de difundir opiniones, información e
ideas, a través de cualquier medio. No se puede restringir este derecho por
vías o medios indirectos, tales como el abuso de controles oficiales o
particulares, de papel para periódicos, de frecuencias radioeléctricas o de
enseres y aparatos usados en la difusión de información o por cualesquiera
otros medios y tecnologías de la información y comunicación encaminados a
impedir la transmisión y circulación de ideas y opiniones. Ninguna ley ni
autoridad puede establecer la previa censura, ni coartar la libertad de difusión,
que no tiene más límites que los previstos en el primer párrafo del artículo
6o. de esta Constitución” (Artículo 7º).
Como se puede apreciar, si bien es cierto que la capacidad
de expresión del ciudadano está sujeta a ciertas restricciones por parte del
Estado, estas no se dan, al menos a nivel federal, por razón a nociones como el
honor o la reputación, sino en razón a conceptos que en su mayoría implican una
repercusión social, es decir, que afecten al todo del elemento humano del
Estado y es que se considera que “la libre expresión de ideas y de comunicación
y acceso a la información son indispensables para la formación de la opinión
pública, componente necesario para el funcionamiento de una
democracia representativa” como
lo estableciera la Suprema Corte de Justicia en el año 2007 (mediante la Tesis “LIBERTAD
DE EXPRESIÓN. LOS ARTÍCULOS 6o. Y 7o. DE LA CONSTITUCIÓN POLÍTICA DE LOS
ESTADOS UNIDOS MEXICANOS ESTABLECEN DERECHOS FUNDAMENTALES DEL ESTADO DE
DERECHO.”). Y ya que estamos hablando de
la Suprema Corte de Justicia, resulta pertinente señalar que en el año 2014, su
Primera Sala emitió un criterio que resulta por demás interesante en la tesis
llamada “Libertad de Expresión y Derecho a la Información. Forma en que la “moral” o “las buenas
costumbres” pueden constituir restricciones legítimas a los derechos
fundamentales”(sic) en el cual se establece que “las
restricciones a los derechos fundamentales no deben ser arbitrarias, sino que deben
perseguir finalidades constitucionalmente válidas, ser necesarias para su
consecución y proporcionales, esto es, la persecución de ese objetivo no
puede hacerse a costa de una afectación innecesaria o desmedida de los otros
derechos fundamentales “ y luego agrega que “las
restricciones a la libertad de expresión no deben de aplicarse de modo que
fomenten el prejuicio y la intolerancia, sino que deben protegerse las
opiniones minoritarias, incluso aquellas que incomoden a las mayorías.
Por lo tanto, debe distinguirse entre el fomento a la conducta inmoral, que
puede ser un motivo legítimo para la aplicación de restricciones, y la expresión
de opiniones disidentes o la ruptura de tabúes.”
De lo
anterior observamos que el derecho a expresar las ideas
está limitado por derechos de terceros, pero esos derechos no incluyen el honor y
la reputación a nivel Federal y si bien el ataque a esos “valores” sí se considera como fuente
de un quebranto patrimonial legítimo (que bien puede ser considerada como una
sanción monetaria), la Federación considera que la expresión de la opinión
individual NO SE PUEDE CONSIDERAR COMO UN ATAQUE AL HONOR Y LA REPUTACION.
¿Esto que
quiere decir?
Que la capacidad
del individuo de emitir una opinión que sea disidente o que incomode a otra
persona goza de reconocimiento de validez por la Federación ya que se considera que
este tipo de opiniones son elementos constructores de la opinión pública, que a
su vez es un ingrediente necesario para la expresión democrática que se ha elegido
como forma de autodeterminación del Estado.
Si una
democracia representativa es el sistema de gobierno por el que el elemento
humano del Estado nombra por sufragio a sus representantes que a su vez
establecen las normas de convivencia de ese elemento humano, entonces las
necesidades, inquietudes y opiniones de todos sus miembros deben ser
susceptibles de ser conocidas a fin de ser tomadas en cuenta en las decisiones
del Estado. El tomar medidas tendientes a restringir las mencionadas opiniones,
aún y cuando resulten ofensivas para una persona, anularía la
participación de un miembro de la sociedad en las decisiones del Estado e iría
en contra de la forma misma de gobierno.
El derecho a
disentir ante lo que se considera “políticamente correcto” es vital ya que la
colectividad puede cegarse ante un líder o la generalización de una idea y si el disenso hiere u ofende a alguien, el
valor de la expresión en sí misma, de acuerdo a lo establecido en párrafos
anteriores, se considera mayor a los sentimientos u opinión de sí mismo que
tenga la persona ofendida .
Una
expresión puede no ser políticamente correcta, puede incomodar o atacar los
sentimientos de una persona, pero de acuerdo a las normas de más alta jerarquía
en México, las personas en su territorio pueden expresar sus
juicios o valoraciones sobre cualquiera y cualquier cosa aún si tales juicios causaran un daño moral que, como recordaremos, implica una afectación en los “sentimientos” o “la
consideración que tengan de si mismos”. Dicho de otra forma, yo tengo el derecho,
reconocido por la Federación de expresar la opinión que tengo de una persona
aunque dicha opinión pueda “herir sus sentimientos”, tengo el derecho pues, de
insultarla.
Pero debemos ser cuidadosos con esta noción, ya que no todo lo que una
persona expresa es una opinión. Narrar
hechos o atribuir acciones relacionados con un tercero (ciertos o no) que
causen un daño moral a ese tercero, no es emitir una opinión; llamar u ordenar
a alguien a realizar una conducta, tampoco es emitir una opinión ni lo es el
hacer una amenaza… Recordemos: la opinión es el juicio o valoración que se
tiene de una persona, cosa o situación; nada más. La opinión no puede restringir los derechos de
otro ciudadano, ni constituir en si misma una amenaza o un acto diferente al
solo establecer de manera perceptible la idea que el ciudadano tiene respecto
de una persona, cosa o situación. En
caso de que el insulto deje de ser una mera opinión, en ese momento ya no está reconocido
como válido por el Estado y podrá ser sujeto a sanciones o medidas disuasivas.
Hacer esta distinción resulta pertinente porque muchas personas
confunden al insulto con un acto discriminatorio, siendo que en la actualidad,
los actos discriminatorios evidentemente se encuentran prohibidos.
La obligación consagrada en el derecho internacional de no discriminar a
ninguna persona NO IMPLICA que todos debemos compartir un pensamiento uniforme
en la colectividad y así, uno puede pensar positiva o negativamente de
cualquier persona, género o grupo dentro del elemento social y NO COMETE
DISCRIMINACION por expresar su opinión positiva o negativa del mismo.
La Real Academia de la Lengua española establece que el verbo “discriminar”
significa “Dar trato desigual a una persona o colectividad por motivos raciales, religiosos, políticos, de sexo, de edad, de condición física o mental” y
así, si nos atuviéramos exclusivamente a la definición lingüística de “discriminación”,
sólo se podría entender que una persona discrimina al insultar (emitir una
opinión denigrante de una persona), si emite opiniones ofensivas sólo contra otra
persona o grupo, pero no contra otras personas o grupos (es discriminatorio si se cuando una persona sólo insulta a un determinado grupo de personas, pero no al resto). Pero debemos ir más allá... Tanto el Código Penal Federal como La Ley Federal
para prevenir y eliminar la discriminación coinciden parcialmente en la
definición que tienen sobre “discriminación”
y mientras para el Código Penal la discriminación es, a grandes rasgos, la
acción u omisión que atenta contra la” dignidad humana” o que anule o menoscabe
los derechos y libertades de las personas por razones de su específica condición
humana; para La Ley federal, es el acto u omisión que tiene por objeto anular o
menoscabar los derechos y libertades de la persona por razones de su específica
condición humana, siendo la diferencia la inclusión de la noción de “dignidad
humana” que aparece en el Código Penal pero no en la Ley.
La opinión incluso denigratoria de una persona o grupo (insulto), en sí
misma no evita que ninguna persona o grupo ejerza sus derechos con plenitud,
pero ¿es acaso un acto contra la “dignidad humana” mencionada por el Código
Penal?
El concepto de “dignidad”, por razones que escapan al suscrito,
tradicionalmente se ha ligado al concepto del honor, decoro o a “la opinión que
una persona tiene de si misma”, sin embargo, lo cierto es que no son equivalentes
y es que “dignidad” se define como “la cualidad de ser digno o merecedor” y
cuando se habla de “dignidad humana” se está haciendo referencia a la cualidad que
se tiene de ser merecedor de las cualidades reconocidas para un ser humano por
el hecho de serlo. En otras palabras, el
insulto tampoco puede considerarse como “atentado” contra la calidad humana
ya que no la limita ni la restringe, se repite: es sólo la opinión denigrante u
ofensiva que se expresa.
En el extremo, si se pudiera considerar que el código penal efectivamente
castiga la práctica de emitir una opinión denigrante u ofensiva, se tendría que
recordar que la Constitución y la Declaración Universal de los derechos Humanos
tienen una mayor jerarquía que las leyes federales y locales y,
consecuentemente, deben tener preeminencia de aplicación en caso de que hubiera
una contradicción.
Viene mucho a la memoria el famoso caso de la costumbre que se arraigó
en los estadios de futbol para llamar al portero “puto” en una determinada
circunstancia durante los partidos de futbol.
Se consideró que el grito era “homofóbico” y discriminatorio y se
prohibió. Sin embargo, lo
cierto es que en México, los asistentes a los estadios tienen derecho de expresar
la opinión que tengan de cualquier persona aunque esta sea denigrante y ello NO
IMPLICA UNA DISCRIMINACION, sobre todo cuando la palabra “puto”, de acuerdo al
Diccionario de la Real Academia de la Lengua, es un adjetivo denigrante (sí)
pero que en sí mismo no refleja una connotación homosexual, sino a lo mucho,
una implicación de sodomía o prostitución, que NO SON EXCLUSIVAS DE LAS PERSONAS
HOMOSEXUALES.
Aquí puede observarse una de las razones por las que el derecho de
expresar opiniones debe superponerse a la subjetividad que implica la "vejación" y es que, aunque el llamar "puto" en
realidad no es discriminatorio o atentatorio para los varones homosexuales, por razones culturales, de tradición o meramente subjetivas, el
grupo se asume aludido. La afectación en
los sentimientos que una opinión puede causar no depende de factores objetivos,
sino del parecer subjetivo de quien se siente objeto de la ofensa y,
consecuentemente, dado que una norma jurídica debe ser objetiva, el beneficio de mantener una práctica que puede “dañar” a los
ciudadanos (como lo es el insulto) se encuentra plenamente justificada para que el Estado democrático
pueda cumplir sus fines. En el momento
en que el Estado empiece a limitar la capacidad del individuo de manifestar sus
opiniones en atención a lo que uno considera “apropiado”, o “correcto”, estará
limitando la capacidad de expresión de las ideas que forma la diversidad
necesaria para el funcionamiento democrático.
El imperio de la Ley no puede quedar sometido a lo que una persona o un
grupo de personas considere “ofensivo” o vejatorio, porque las normas jurídicas
son la estructura que establece la forma de actuar de toda la sociedad (no sólo
de un grupo), sin embargo, a pesar de todo lo antes dicho, las autoridades de
la Ciudad de México se empeñan en establecer lineamientos de conducta que van
en contra de todo lo antes señalado y establecen penalidades para quien “veje”
a una persona sin establecer un parámetro objetivo de lo que se ha de
considerar una vejación y así, la sanción queda en manos de un juez, de la
persona que se sintió vejada o quien solamente dijo sentirse
vejada. Lo anterior porque “vejar”,
según el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, no es sino el
acto de “molestar” y la molestia se acredita o prueba con la sola manifestación
del hecho, es decir, con solo señalar “me molestó”.
Por increíble que parezca, cualquier persona puede llegar actualmente al
juzgado cívico de la Ciudad de México y acusar a alguien de haberla molestado
por lo que le dijo, por el tono en que se lo dijo, por haberla visto de un modo
que no le pareció o por cualquier cosa…
¿por caminar extraño? ¿por eructar? ¿Por
haberle dicho una palabra cuyo significado no entendió? Y lo grave es que el
Juez que conozca del asunto no puede contradecir al denunciante porque el
elemento de molestia es subjetivo y no admite prueba en contrario de acuerdo a
la redacción de la Ley. El juez no puede decir que algo no molestó a alguien
cuando ese alguien ya dijo que si le molestó.
Si hoy se prohíbe que un hombre llame “guapa” a una mujer que acaba de
ver en la calle porque esa mujer lo consideró denigrante (consideró denigrante
que la llamen “guapa”), el día de mañana el presidente de la república puede
prohibir que los medios de comunicación lo llamen inepto porque lo considera
denigrante y ¿quién sabe?, quizá más tarde, el jefe de un Estado puede prohibir el
opinar siquiera que los mexicanos en su territorio son seres humanos porque la
mera noción le resulta denigrante… Como si eso no hubiera pasado antes.
La postura subjetivista del gobierno de la Ciudad de México también se
encuentra en su Código Civil y en su Ley de LEY DE RESPONSABILIDAD CIVIL PARA
LA PROTECCIÓN DEL DERECHO A LA VIDA PRIVADA, EL HONOR Y LA PROPIA IMAGEN EN EL
DISTRITO FEDERAL, los cuales establecen la obligación del ciudadano de
compensar a quien se sienta afectado en sus sentimientos como lo hace el
artículo 1916 del Código Civil Federal, pero sin contar con la exclusión prevista
su artículo 1916 bis lo cual significa que en la Ciudad de México un juez puede
iniciar un procedimiento sólo porque una persona se sintió ofendida o vio
disminuida la opinión que tenía de si mismo…. Sería interesante ver si un Juez daría
entrada a la demanda que presenta un excampeón de box en contra del retador que
le quitó el campeonato… ¿El quitarle a un deportista la calidad de “campeón” no
sería una disminución en la opinión que el deportista tenía de sí mismo?
Perdón, pero la noción resulta ridícula (por más legalmente viable que sea)
y de hecho establece otra de las bases por las que el insulto no sólo debe ser
viable sino que es necesario, y es que en un Estado en el que se busca la
igualdad de derechos mientras las iniquidades sociales se agudizan por factores
de facto, es importante tener un medio para disminuir la opinión de si mismas
que tienen las autoridades prepotentes, los que inexplicablemente tienen más
derechos y se los restriegan a los demás; es necesario establecer un medio para
que, sin afectar derechos de otras personas, se provoque a las autoridades o a
las personas en un aposición de dar un servicio o simplemente que tienen una
obligación que no cumplen, a los que por una u otra razón detentan algún tipo
de poder sobre las otras. ¿Con toda
honestidad se puede considerar como reprehensible el llamarle "estúpido" al
funcionario público que pudiendo atender a la ciudadanía no lo hace? ¿Al
policía que se aprovecha de su investidura para tratar de obtener un soborno no
se le puede llamar “escoria” o cosa peor? ¿Qué tal al doctor que deja morir a
su paciente porque no tuvo dinero para pagarle? ¿No se merece que se le diga al
menos “miserable” aunque ello hiera sus finas susceptibilidades de asesino?
Habrá quien diga que no, que la “opinión que una persona tiene de sí
misma” es más importante que permitir una manifestación de enojo, que es más
importante el evitar la vejación cuando a veces esta sea la única vía para
expresar un pensamiento o que nadie tiene derecho de decirle “sus verdades” a
quien vive engañado, pero tomando en cuenta que en su caso, la penalidad por llamarle
“pendejo” a ese alguien sería el pago de unos billetes, agradecería me dijeran
dónde voy depositando lo que me toca.
Atinada reflexión jurídica, me llena de adjetivos e improperios prestos a ser lanzados...
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